El portón de la parroquia del Caramelito Descalzo chirrió amenazante, abriéndose de par en par. Asomose por el mismo, Monseñor Pirulo, dueño absoluto del lugar.
- ¿Qué se te ofrece, Hija Mía? – inquirió a la azorada Virtudes, quien entró en tal estado de pánico, que fue incapaz de emitir un vocablo coherente.
– ¡Tranquila, Hija Mía!, ¡Has dado con el lugar indicado!-, acto seguido, la miró con dulzura, y en medio de un gemido, le susurró: -Permíteme invitarte a pasar-.
Virtudes tenía los ojos fuera de sus órbitas, y se conectó de inmediato con esa figura angelical que la Divina Providencia le había enviado para salvarla. Monseñor Pirulo ejercía sobre ella un magnetismo tan brutal, que en ese mismo instante decidió consagrarse a él en cuerpo y alma.
El párroco se aflojó la oscura sotana y un agotamiento aparente emanó de su rostro cándido. Acto seguido, condujo a María de las Virtudes a lo largo de la nave nupcial. Cuando llegaron al altar, le hizo señas para que detuviese el ritmo desenfrenado su marcha, sacando del bolsillo de sus ropas negras un control remoto. Con magistral puntería, enfocó al niño que descansaba en la cruz, y en décimas de nanosegundos, una pared corrediza cedió.
Apareció ante ellos un recinto que albergaba un lecho circular, y un diván tapizado de rojo, pegándose el amoroso conjunto al paisaje nupcial cual pincelada renacentista.
–Pasa Hija, estás en tu casa – acto seguido Monseñor Pirulo se desprendió la sotana, quedando vestido tan sólo con un traje adherente de neopreno rojo: -Ahora estoy más cómodo, déjame traerte un vaso de agua. ¿O prefieres un tinto? ¡Oh, estás aterrada!. Si me permites una sugerencia, te invito a ponerte cómoda – le dijo con paternal ternura, señalándole el colchón.-Relájate, Hija Mía. -
María de las Virtudes no sabía a ciencia cierta si obedecer a su novel benefactor, aún la aquejaba la duda existencial: - Padre, ¿Debo? – Hija mía, dejémonos de formalismos, visualiza ahora al sexólogo que hay en mí, dime simplemente Pirulo, y trátame de tú. -
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